El monstruo de los Andes


Juan Roa esperó dos horas a Gaitán. Había comprado el arma dos días antes y nunca la había disparado. Por el bien de Colombia. Más valía que sirviera. Cuando lo vio salir sabía que estaba cambiando el destino del país, o al menos del suyo. Era religioso, así que pidió perdón a la Virgen. Alcanzó a dar tres o cuatro balazos y luego salió corriendo. Mataron a Gaitán! Gritó la gente y corrieron detrás de Juan Roa. Cada vez eran más y su indignación se fue transformando en rabia. Juan se acercó a un policía y le pidió protección. Gabo. No deje que me maten, dijo. Y el cabo, que se llamaba Jiménez, lo protegió. Trató de alejar a la gente, pero eran demasiados y le mostraban los dientes. Esta gente te va a linchar, dijo el cabo Jiménez. Y en un movimiento rápido metió a Juan Roa en una farmacia y cerró la puerta. La gente se fue acumulando afuera, exigiendo al policía que suelte al asesino.

Él sabía que era por esto que la gente odiaba al gobierno y a sus lacayos. Protegían a asesinos siempre y cuando sean conservadores. Pero no era por eso que el cabo Jiménez estaba protegiendo a Juan Roa. Para él sólo era un hombre asustado, un ser humano, un hijo de Dios. Y por eso ningún ser humano se merece la muerte. Ni siquiera los asesinos. El cabo Jiménez hizo todo lo que pudo por proteger a Juan Roa. Pero dicen que la fuerza de la gente cuando decide unirse por una causa es superior a los muros. Y con esa fuerza tumbaron la entrada de la farmacia e ingresaron como bestias salvajes. Arrastraron a Juan hasta la Plaza Bolívar y ahí le arrancaron la ropa y de paso los brazos le pisaron el cuerpo hasta romperle los huesos. Y con un ladrillo del mismo lugar donde los indígenas analizaban las estrellas y los españoles los azotaban. Le aplastaron la cabeza. Los periodistas liberales de la radio Estación Últimas Noticias sintieron la necesidad de llamar a una guerra civil para vengar la muerte de su líder, Jorge Eliécer Gaitán.

En un dramático boletín de emergencia, dijeron. Últimas noticias con ustedes, los conservadores y el gobierno de Ospina Pérez acaban de asesinar al doctor Gaitán, quien cayó frente a la puerta de su oficina, baleado por un policía. Pueblo! A las armas! A la carga! A la calle! Con palos, piedras, escopetas y cuanto haya a la mano asaltan las ferreterías y tomamos la dinamita, la pólvora, las herramientas, los machetes. Lo único cierto de ese boletín era que Gaitán había sido asesinado. Pero a la prensa no le importó la verdad. Solo le importó exaltar las pasiones de la gente ideologizada. Para que hagan lo que ellos querían. Y los fanáticos, como autómatas, obedecieron. Después de todo, era cierto que Gaitán iba a ser el siguiente presidente de Colombia y así podría cambiar todo. Los pobres, los campesinos y los trabajadores iban a tomar el poder. Cuando Gaitán asuma la presidencia. Con este asesinato, los conservadores les habían quitado su única oportunidad de cambiar Colombia hacia el paraíso de la bondad y la justicia.

Al menos así es como ellos lo veían. La única forma de vengarse de esto era matar a todos los conservadores. Estaban hartos de ser pisoteados. Hartos de que la policía y el ejército obedezcan las órdenes del gobierno y los reprima. La hora de la guerra había llegado. El periodo llamado la violencia había nacido en Colombia. Los disturbios por la muerte de Gaitán dejaron 3000 muertos y más de 150 edificios completamente quemados y destruidos. Pero eso solo fue el inicio. La Guerra Civil se extendió al campo. Los liberales, por medio de sindicatos y líderes de izquierda, obligaron a los campesinos a tomar las armas para pelear contra el ejército y la policía. Asaltaban las casas de los dueños de tierras y mataban familias enteras. Los conservadores, en venganza, llegaban a los campos y sembríos de los campesinos y los quemaban con ellos adentro de las casas, gritando por piedad. Ellos, más que nadie, querían paz. Los habían metido en una guerra que nunca habían pedido. Joaquín López fue uno de los que lucharon. Uno de los que lucharon convencidos de que si los liberales tomaban el poder, su vida cambiaría y dejarían de ser miserables.

Otros luchaban porque si no lo hacían, los liberales los mataban por no ayudar y otros simplemente luchaban para defenderse de los conservadores. Sea como sea, estaban obligados a morir como carne de cañón. Y ese fue el destino de Joaquín López. Murió acribillado y luego lo enterraron en una de las fosas comunes donde descansan los 200.000 muertos que dejó la Guerra Civil en Colombia y no terminó ahí. No sólo fueron los muertos, sino las consecuencias de la muerte y la guerra. Joaquín López dejó huérfanos a sus hijos. Uno de ellos fue Pedro Alonso López, quien sólo tenía ocho años de edad, cuando lo perdió todo junto a su madre y su hermana huyeron hasta establecerse en un pueblito rural de Colombia. Pero no importaba donde huían, la guerra siempre los alcanzaba. En medio de la desesperación, la madre de Pedro Alonso López tuvo que recurrir a vender su cuerpo para que los soldados de ambos bandos pudieran satisfacer sus necesidades sexuales. Liberales y conservadores descargaban sus deseos y su rabia en ella. Algunos la golpeaban, otros la abusaban.

Ella tuvo hijos de unos y de otros. Tres en total. Uno de estos soldados vio a Pedro y sintió cariño hacia él. Hola, Pedrito! Le dijo y luego le pidió a la madre que deje al niño observar mientras él descargaba su deseo sexual en ella. Quería tener un testigo de su hombría. Otros hombres hicieron lo mismo y se volvió una costumbre. Por una tarifa extra, la madre obligaba a Pedro a observarlos. Luego descargaba su frustración golpeándolo hasta dejarlo inconsciente. Ella lo odiaba porque le recordaba su vida miserable y a su esposo muerto. Odiaba que los hombres que la usaban la obliguen a que haya un testigo de su degeneración y que ese testigo, además, sea su propio hijo. Tenía el deseo de que un día enferme y muera. No sentía cargo de conciencia, porque de todas maneras todo el dinero que ganaba prostituyéndose lo gastaba en comprar comida para que sus hijos no muriesen de hambre. Uno menos. Sólo le iba a ayudar a mejorar un poco su vida. Pedro le tenía miedo, pero con el tiempo empezó a soñar con sentir ese placer que veía sentir a los hombres que se subían encima de ella.

Lo más cercano que encontró a satisfacer ese deseo era pedirle a su hermana de seis años que se desvista. Primero la miraba y luego la tocaba. Hizo esto todos los días, fantaseando cada vez más. Le dio miedo de las posibilidades hasta que se decidió a hacer lo mismo que esos hombres hacían, aunque no sabía bien cómo. Se puso encima de ella y cuando estuvo a punto de hacerlo, la madre entró a la casa y los vio así, desnudos, uno encima del otro. Les dio una paliza que por poco los mata y luego se puso a llorar. Su vida ya era miserable y ahora tenía que soportar esto. Creyó que Pedro se había transformado en un monstruo y no quiso lidiar con eso. Esa misma noche le dijo que iba a llevarlo a un lugar especial. Subieron a un bus y esa fue la última vez que Pedro la vio. Ella lo dejó abandonado a 250 kilómetros de Tolima, donde Pedro había nacido. Sabía que al abandonarlo en medio de la nada lo estaba condenando a la muerte, pero le dijo a Dios que haga lo que tenga que hacer.

Pero Pedro no se rindió. No se rindió al destino al que su madre le había condenado. Caminó durante días comiendo basura que encontraba en los tachos, en las calles. Exhausto y moribundo, creyó que iba a morir en un callejón. Pero justo antes de rendirse, un hombre lo vio y tuvo compasión. Le preguntó si quería comer algo y como Pedro solo se había alimentado de basura, le dijo que sí. El hombre le prometió un lugar para dormir y un plato caliente. Parecía que Dios le había enviado un ángel para cambiar su destino. Pero el hombre no lo llevó a una casa, sino a una construcción. Ahí lo encadenó de espaldas y lo violó durante tres días. La primera experiencia sexual de Pedro López no fue con una mujer. Fue con un violador de niños. Con un pedófilo que es la peor clase de ser humano. Este violador creyó que Pedro estaba muerto por las hemorragias que le había provocado con los abusos, así que lo desató y lo fue a botar en un basurero. Los pedófilos tienden a matar a sus víctimas por miedo a que éstas los acusen.

Si las víctimas mueren, nadie se va a enterar de sus crímenes. Pero Pedro estaba vivo. Su instinto de supervivencia lo llevó a comer ratas y tomar agua de charcos sucios. Esta búsqueda de comida lo hizo arribar a Bogotá, donde había más basureros y más calles. Ahí se dedicó a pedir caridad y vivía al día. Poco a poco, las heridas de la violación y el hambre empezaron a matarlo. Una pareja de norteamericanos lo encontró tirado en la calle y vieron con horror el estado físico de Pedro. Vieron a este niño famélico y débil que apenas estaba sobreviviendo. Lo invitaron a su casa, le dijeron que le podían dar comida. Pero, por supuesto, Pedro tenía miedo. No quería que otra vez se aprovechen de él. No quería que otra vez lo violen. La pareja de turistas entendió la desconfianza de Pedro, así que le dijeron que lo iban a ayudar a un lugar donde lo iban a cuidar. Y es así como Pedro terminó en un orfanato y al inicio se cumplieron las promesas de la pareja de turistas.

Le dieron comida y una cama para dormir. También le dieron clases y empezó a aprender a leer y a escribir. Por primera vez en su vida pensó que podía mejorar. Y esta esperanza duró tres años. Tal vez las cosas hubieran sido distintas, si es que Pedro aprendía a leer y a escribir y si le daban una oportunidad en la vida. Pero en 1963, cuando tenía 12 años, su profesor en el orfanato lo llevó a su casa, lo amarró y lo violó. Eligió a Pedro porque pensó que era el más callado, el más triste y el más débil. A fin de cuentas, era el que tenía menos posibilidades de acusarlo. Y efectivamente, así fue. Pedro no tuvo el coraje para acusar a su violador, ni a este ni al otro. Solo se llenó de rabia. En su mente de niño, se preguntaba por qué le pasaban estas cosas. Se preguntó qué hizo mal para que la vida le haya entregado tanto dolor. No era su culpa que su padre haya muerto en una guerra estúpida, o que su madre lo haya echado de la casa por un impulso sexual que no podía controlar.

Sobre todo tomando en cuenta que a ella la veía todo el tiempo usar esos mismos impulsos. Pedro estaba lleno de ira contra Dios, o el destino, o como sea que se llamara. Esperó a la noche y robó el dinero del orfanato y huyó a las calles de nuevo. Se dio cuenta de que la única forma de sobrevivir a la vida que le había tocado era robando. Primero robó frutas y verduras en el mercado, pero luego se hizo experto en robar carteras y otras cosas de valor. Finalmente, se volvió experto en robar autos, los llevaba al deshuesadero y así logró mantenerse con vida. Y en 1969, cuando tenía 18 años, la policía lo atrapó. Lo arrestaron y lo condenaron a siete años de cárcel. Y de cierta forma, Pedro estaba esperando este momento. Pero lo que no esperaba es que a dos días de haber ingresado a la cárcel, cuatro reclusos lo inmovilizaron. Lo amarraron a los barrotes de una de las celdas y lo violaron por turnos. Pasó la noche desangrándose hasta que uno de los guardias lo encontró y lo llevó a la enfermería.

Ahí tuvieron que coserlo y curarle las heridas y los golpes mientras se recuperaba en la cama sudada y llena de sangre seca. Se dio cuenta del propósito de su vida. Dios lo había abandonado. A sus ojos el mundo estaba lleno de dolor y de miseria, y solo había dos opciones dejarse matar o vengarse. No era una venganza simple. Era una venganza contra el mundo, contra las personas, contra la misma esencia del ser. No era suficiente con vengarse de los hombres que lo violaron a los ojos de Pedro. Ellos eran solo instrumentos de algo más de esencial, de algo superior. De la misma idea del ser humano. Tomando en cuenta que cuando era niño vio a hombres matarse unos a otros y también vio arrastrar cadáveres al fuego mientras se ondeaban banderas de partidos políticos. Vio esa violencia en las calles de Bogotá, donde solo el más despiadado sobrevivía. Y ahora había visto lo que la cárcel le podía hacer a una persona. Ese día, Pedro Alonso López decidió vengarse de Dios o de la idea de Dios.

Le habían dicho que Dios representaba el amor, la bondad y la paz. También la esperanza. Pero él no había visto nada de eso. Así que iba a matar. No iba a destruir la representación de este amor. De paso, mataría la bondad y la esperanza. Prometió vengarse de la creación misma de la humanidad entera. Primero degolló a los hombres que lo habían violado. Los vio desangrarse en las duchas. Ese fue el paso que necesitaba para probar que era capaz de quitarle la vida a alguien. Se le hizo fácil el deseo de venganza. Hizo todo al cruzar la línea sagrada de quitar la vida a alguien. Ya sabía que no se arrepentía de nada. No le daba miedo. Estaba dispuesto a hacerlo las veces que sea necesario. Y además, ni siquiera tuvo que pagar el precio. Ni siquiera lo procesaron por asesinato. El juez interpretó que Pedro se estaba defendiendo. Le dio solo dos años de pena extra por este crimen. La sentencia fue que Pedro había usado el derecho a la defensa propia.

Incluso si el asesinato fue premeditado. Y luego de dos semanas de la violación. Esos años en la cárcel. Pedro se fue preparando mental y físicamente para salir a matar mujeres. En 1978, salió libre y decidió viajar hasta Perú para ocultar sus crímenes. Pero cuando se enfrentó a una mujer, se dio cuenta de que no era lo mismo fantasear sobre cómo acercarse a una. Y la realidad les tenía miedo. Ni siquiera podía hablarles. Se atormentaba cada noche pensando en cómo podía hacerlo. Las únicas mujeres con las que había hablado hasta ese momento de su vida eran su madre y su hermana, sus únicas. Sexuales habían sido violaciones perpetradas por hombres. Sin embargo, un día vio a una niña de nueve años descalza pidiendo caridad en medio de un mercado. Ahí supo que eso era lo que tenía que hacer ayudar a estas niñas desamparadas para que crean que era una buena persona y así poder llevárselas al bosque. En sus propias palabras, dijo Elegí a mis víctimas caminando en medio de los mercados. Buscaba a una que tenga cierta mirada en su rostro, una mirada de inocencia, de belleza.

Así sabía que era una buena niña que trabajaba para su madre. La seguía por dos o tres días esperando a que estén solas. Les ofrecía un regalo como un espejo con colores. Luego les prometía que si se iban conmigo afuera del pueblo, les daría otro espejo de colores para su madre. Con esas promesas, Pedro López logró convencer a cientos de niñas que vivían en estado de pobreza extrema. Para ellas, cualquier regalo era suficiente y aceptaban el trato. No desconfiado porque Pedro se mostraba inocente y cariñoso, daba la imagen de un hombre bueno que solo quería ayudarlas. Las llevaba al interior del bosque o la selva para que nadie pudiera escuchar lo que les iba a hacer. Y no las amarraba, solo las convencía de quedarse con él, las trataba bien y las trataba con amor. Ellas se dormían y él las cubría del frío. No quería matarlas en la noche porque quería ver sus rostros de sufrimiento mientras las violaba. Quería que las niñas vean el amanecer. Las despertaba justo antes para que vean como el sol salía por las montañas, como la oscuridad se desvanecía y la luz alumbraba la creación.

Lo hermoso de las plantas, las flores, los pequeños animales del bosque, los pájaros cantando. Le parecía romántico observar el amanecer con estas pequeñas niñas. Cuando veía que el sol les pegaba de lleno en el rostro, las acariciaba prometiéndoles que la vida iba a ser buena y llena de amor y esperanza. Poco a poco bajaba sus gruesos dedos hasta el cuello de las niñas. Las inmovilizaba, las desvestía y lentamente las violaba. Le encantaba ver su rostro de dolor y lamía las lágrimas con placer. Veía a las niñas a los ojos y esperaba el momento en el que su vida se desvanecía. En ese momento experimentaba un orgasmo. Solo eso le daba placer. Pedro sentía que la vida tomaba sentido, la venganza estaba completa. Había destruido un ser inocente que nunca se dio cuenta de lo que había pasado y cuyos últimos momentos en la vida estuvieron llenos de dolor. Esas niñas no tuvieron oportunidad de vivir, de experimentar lo que la vida eso significa. Pedro comprobaba con cada niña que mataba que él tenía la razón.

No hay amor ni esperanza, solo hay dolor y muerte. Y estaba en sus manos tomar esa decisión, no en Dios ni en nadie más. Era Él quien decidía cuándo acabar con la existencia de estas niñas. Cuando terminaba, sentaba los cuerpos en sillas y se iba a buscar comida. Regresaba y cenaba con los cadáveres. Les hablaba de cosas, de planes que tenía para su futuro, de cómo todo iba a estar bien en unos años. Le gustaba sentir la sensación de enamoramiento y de esperanza con los cadáveres de estas niñas y cuando el cuerpo empezaba a descomponerse, las enterraba y se iba a buscar otra niña. Asesinó a más de 100. De esta manera. Viajando hacia la selva peruana. Frecuentando los mercados y las calles. Cazando a sus víctimas. De vez en cuando se topaba con un cartel que informaba de una de las niñas desaparecidas y sentía una mezcla de nostalgia y euforia por avisar a todos que era él quien las había asesinado. La policía atribuía esas desapariciones al tráfico de personas o a la guerra interna que sufría Perú contra grupos terroristas de izquierda.

Gracias a esto, Pedro pudo ocultar sus crímenes sin que nadie se preocupe, ni siquiera de investigarlos. Pero un día una tribu de indígenas lo vio tratando de secuestrar a una de sus niñas. Esta tribu vivía alejada de lo que nosotros conocemos como civilización. Tenían sus propias reglas y sus propias leyes. Así que cuando vieron que Pedro se estaba llevando a una de sus niñas, lo apresaron. Él se defendió. Les dijo que no estaba tratando de hacer daño a la niña. Pero ellos reconocieron a Pedro por lo que era. A ellos no los iba a engañar. Estaban acostumbrados a pelear contra depredadores, sean estos animales o humanos. Así que lo amarraron a un palo. Lo desistieron y lo torturaron por horas. Lo golpearon con plantas venenosas y lo congelaron con agua helada. Pedro Alonso López lloró y suplicó para que le perdonen. No quería morir. Lo soltaron del poste y lo arrastraron hasta un hueco que habían cavado especialmente para él. Lo enterraron, pero solo el cuerpo. Dejaron su cabeza fuera de la tierra y la embarraron con miel.

Pedro vio como las hormigas gigantes de la selva se acercaban a su rostro y le empezaban a morder, sacándole pequeños pedazos. Cientos y luego miles de ellas a la vez. Gritaba con desesperación. Sabía que la muerte iba a ser lenta y extremadamente dolorosa. Iba a ser comido vivo por hormigas. Un bocado a la vez. Pero los gritos desgarradores llegaron hasta los oídos de una misionera cristiana que se dedicaba a enseñar la Biblia a las tribus de la selva peruana. Ella corrió a través de los árboles de la espesa vegetación y vio lo que consideró un terrible espectáculo. Habló con los miembros de la tribu y les explicó que a pesar de que Pedro era un criminal, nadie merecía morir de esa manera. Nadie, ni siquiera un potencial violador. Les contó la historia de Caín y Abel. Les dijo que a pesar de que Caín mató a su hermano, Dios no lo castigó con la muerte. Simplemente lo marcó para que todos sepan que es un criminal y lo desterró de su pueblo. Nadie, ni siquiera Dios, podía decidir la vida o la muerte de las personas.

Menos aún ellos. Uno de los miembros de la tribu le preguntó a la misionera qué pasaría si Pedro vivía y seguía violando a niñas. Y ella le respondió que aun así nadie podía decidir su muerte. Lo que sí podían era llevarlo a las autoridades para que le hagan un juicio justo y lo encarcelen. Los miembros de la tribu lo discutieron y decidieron seguir el consejo de la misionera cristiana. Después de todo, ellos no habían visto violar a la niña ni sabían que Pedro ya había matado a más de 100. Sólo lo habían visto intentando abusar a una de las niñas del pueblo, así que decidieron que la muerte era un castigo demasiado fuerte para él y que, tal como la misionera les había dicho, estaban actuando solo, guiados por impulso y pasión. Desenterraron a Pedro y lo ataron. La misionera cristiana lo llevó hasta una estación de policía y les dijo el crimen que había cometido. Pero los policías no quisieron hacer el largo papeleo o el trámite de acusación. Sabían que para eso debían ir a recolectar pruebas y testimonios de los indígenas.

Decidieron que, ya que Pedro no había violado a nadie, sólo le iban a dar una paliza y le iban a advertir de que no lo vuelva a hacer. Lo llevaron a la frontera que dividía Perú de Ecuador y le dijeron que si volvían a verlo lo iban a matar. Luego de eso lo soltaron. Por supuesto, Pedro Alonso López no dejó de violar y matar niñas. Este suceso solo le sirvió para darse cuenta de que debía ser más cuidadoso la próxima vez. Se había vuelto descuidado luego de tanto. Asesinatos exitosos de ahora en adelante y va a escoger mejor a sus víctimas. E iba a tener paciencia. No se iba a dejar llevar por sus impulsos. No regresó a Perú, pero no tardó en iniciar una racha de asesinatos en Ecuador. Ahí mató a otras 100 niñas usando la misma táctica y realización. Fue enterrando cadáveres por toda la sierra. Y a pesar de que decenas de padres iban a la policía a informar que sus hijas estaban desaparecidas, nadie hacía nada porque no había nada que hacer.

Los terrenos baldíos de la sierra ecuatoriana se extendían por kilómetros. Pero en abril de 1980 hubo una catástrofe natural en la ciudad de Ambato. El río se desbordó y se fue llevando casas y árboles. Hubo decenas de muertos y heridos, pero también se descubrieron cuatro cadáveres de niñas. Pedro las había enterrado a una buena profundidad, pero como el agua se llevó gran parte del terreno, estos huesos quedaron descubiertos. Fue así que la policía supo lo que estaba ocurriendo. Había un asesino suelto. Ahora el problema que tenían era atraparlo. Pedro nunca se enteró de esto y siguió matando sin descanso. Hasta que unos meses después, cometió otro error. Llevaba días sin satisfacer su impulso sexual. Fue al mercado e identificó a una niña con las características que a él le gustaban. Tímida, indefensa y pobre. Trató de convencerla regalándole dulces, pero ella no se convenció. Pedro no tuvo paciencia y trató de llevársela a la fuerza. La niña gritó desesperada, llamando a su madre, que estaba vendiendo verduras en el mercado. Algunos vendedores y gente que estaba ahí.

Vio a Pedro tratando de secuestrar a esta niña. Él les dijo que era su hija, que estaba haciendo un berrinche. Pero la madre llegó justo a tiempo para desmentirlo. Inmediatamente después, la gente empezó a seguirlo. Pedro no tuvo más remedio que soltar a la niña y correr. La gente del mercado gritó, avisó a los demás y así lo pudieron atrapar. Lo amarraron y llamaron a la policía. Cuando los oficiales arribaron, Pedro fingió estar loco. Hablaba incoherencias y logró convencerlos de que se trataba de un demente. De todas maneras, lo llevaron a la estación, pero él no habló. Y si no había declaración, no tenían como mantenerlo preso. Esa era la ley. Estuvieron a punto de soltarlo, pero uno de los policías recordó sobre estos cadáveres de niñas que se habían encontrado luego del desborde del río. Y todos pensaron que podía tratarse de este. Esta persona que habían atrapado. Pensaron que Pedro era el asesino que habían estado buscando. Así que se les ocurrió una idea. Le pusieron ropa de preso a un policía y lo metieron en la misma celda que a él.

Este oficial se llamaba Pastor González y desde el inicio tuvo miedo de Pedro. Pensó que sus manos y su mirada no eran normales. Durmió con una toalla amarrada a su garganta, temiendo que Pedro lo asesine mientras dormía. Pastor González dijo sobre estos días que vivió junto a Pedro por 27 días. Apenas pude dormir. Tenía miedo de que me ahorque mientras estaba dormido, pero con el tiempo pude engañarlo. Se me ocurrió decirle que yo era un violador y me acordé de mis crímenes. Eso lo despertó. Quiso comparar mis crímenes con los suyos y terminó confesando. Me sacó en cara cada uno de los asesinatos que había cometido. Lo que había hecho era mucho peor que todas mis pesadillas. Me contó todo. El oficial González no soportó las confesiones de Pedro López y finalmente pidió a gritos que lo saquen de la celda. Pero cuando González contó a los demás policías lo que Pedro le había dicho, no le creyeron. Les pareció demasiado exagerado. Creyeron que, efectivamente, se trataba solo de un loco. Fueron a decirle a Pedro que no le creían y él, en éxtasis por la atención que estaba recibiendo, se comprometió a llevarlos a visitar los cadáveres de las niñas.

Le pusieron ropa de policía para poder sacarlo de la cárcel y para no llamar la atención. Y así fueron a los terrenos abandonados. En el transcurso de varios días, Pedro los llevó a un total de 53 fosas que contenían cuerpos en descomposición de niñas pequeñas. Con esas pruebas y la confesión, un juez pudo sentenciarlo. Las autoridades penales. Varias tuvieron que doblar la seguridad en su celda para que nadie matara a Pedro adentro de la cárcel. Los padres de las víctimas reunieron 25.000 $ para poner un precio a su cabeza en la pobreza extrema en la que vivían. Querían usar ese dinero para que se haga justicia. Tenían la esperanza de que otro recluso o un guardia lo asesine para así poder vengar a sus hijas. Pero nadie se atrevió. Y Pedro cumplió los 16 años de cárcel, que era la pena máxima en Ecuador. Salió libre cuando tenía 45 años y su impulso asesino estaba más latente que nunca. Le dieron una camiseta nueva, zapatos, un pantalón y una botella de agua y los fueron a botar en la frontera de Colombia.

Las autoridades ecuatorianas sabían que Pedro iba a volver a matar, así que alertaron a los policías en Colombia y gracias a esto lo atraparon antes de que pudiera iniciar una nueva ola de asesinatos. Lo sentenciaron a 20 años allá y eso habría sido suficiente. Pero un juez lo declaró loco en lugar de criminal. Y no fue a la cárcel, sino a un manicomio. Ahí un psiquiatra le hizo pruebas. Y basado en esos tests científicos que no admitían error, esas pruebas basadas en la ciencia, que es la verdad absoluta y no se puede refutar. Basado en eso, lo dejo libre. Según los análisis científicos del psiquiatra, Pedro Alonso López ya no representaba un peligro para la sociedad o para las niñas que tanto deseaba violar. Según la ciencia, Pedro estaba curado y merecía su libertad. Sería un ataque a los derechos humanos, mantener preso a alguien que merece la libertad. Esa fue su conclusión. Y así Pedro Alonso López salió libre y desde ese día se desconoce su paradero. Y nuevos cadáveres de niñas aparecieron. Y nadie sabía por qué, pero algunos sospechaban y sabían.

La única esperanza de las familias de las víctimas era que alguien tome justicia con mano propia. Algún valiente que se atreva a cortarle el cuello, arrastrarlo a una fosa para que las hormigas lo coman. Pero eso nunca pasó. Y es probable que Pedro siga vivo y cometiendo sus crímenes. Hoy tiene 73 años y nada. Ni la ley, ni la ira de los padres, ni Dios lo pueden detener. Un padre de una de las víctimas dijo una vez que si Gaitán no hubiera sido asesinado, la Guerra Civil de Colombia no hubiera sucedido y Pedro no existiría. Al menos no de esa manera. Para él, toda esa unión de eventos llevaron a la inevitable muerte de su hija. Alguien pudo detenerlo, pero nadie lo hizo. Es como si una fuerza religiosa o sobrenatural estuviera protegiendo a Pedro para que haga su trabajo maldito. Como él mismo dijo en una entrevista. Yo soy el hombre del siglo. Nadie me va a olvidar. Algún día, cuando me suelten, volveré a sentir ese momento maravilloso, ese momento divino en el que pongo mis manos alrededor de la garganta de una niña.

La veré a los ojos y veré esa luz especial, esa chispa que de repente se apaga. Sólo los que han matado saben a lo que me refiero. Ese momento de la muerte es encantador y excitante. Me va a tomar otros 15 minutos al amanecer. 15 minutos es lo que toma que ellas mueran. A veces debo matarlas de nuevo. No van a gritar porque nunca se van a dar cuenta de lo que les está pasando. Son inocentes. Eso dijo… Y eso hizo.

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